

Tras el deceso del papa Francisco, se ha levantado toda una serie de elogios al fallecido sumo pontífice, algunos bien merecidos, otros exagerados a la luz de los hechos objetivos. No obstante, nuevamente, la Iglesia Católica vuelve a verse como una luz de esperanza para muchas personas, incluyendo a aquellos que no son católicos. Por supuesto, también están los del otro lado (usualmente fanáticos), de diversas religiones contrarias al catolicismo y de los movimientos afines al ateísmo y al humanismo, que condenan tanto al papa como a la institución. Aun así, la Iglesia Católica, a pesar de sus golpes y debilidades presentes, continúa teniendo una pertinencia considerable, no solamente sobre miles de millones de almas, sino también en la diplomacia internacional. Ejemplo de ello es la atención que se le presta al probable obispo a ser seleccionado en el cónclave: si es africano, si es asiático, si es americano, si es europeo, etc. El mundo ya ha visto el mensaje del Vaticano al mundo al seleccionar ahora León XIV.
Ahora bien, el presente artículo no tiene como fin degradar en absoluto la memoria del papa Francisco, ni hacer aserciones personales contra León XIV. Lo que quiero es presentar una perspectiva en torno a las falsedades que sostienen la institución de la Iglesia Católica. De esto tampoco pueden celebrar los protestantes porque, por la vía que voy a escoger, bastante implícitamente haré evidente que ellos también tienen problemas con fe. Tampoco tengo como propósito degradar a los católicos o cristianos en general (especialmente los que son de buena voluntad y hacen mucho bien por los demás), sino desvelar ante el público razones por las que toda la premisa legendaria de la institución es falsa.
Esta es una de varias razones por las que dejé la fe católica hace muchos años y busco apostatar oficialmente.
Nota importante: Como unitario universalista, nunca dejo de estar abierto, dialogar y colaborar con aquellos católicos que, de buena fe, contribuyen a hacer el mundo un lugar mejor. Tengo amistades dentro del clero, entre las órdenes religiosas, y también en la academia a quienes admiro y respeto mucho. Repito, esta no es una crítica al fallecido papa Francisco, a León XIV o a estas amistades, o a antiguos compañeros de viaje cuando era católico. Mi juicio es sobre la institución como tal.
Problemas con la alegada “continuidad” de la enseñanza apostólica
La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:
oralmente: “los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó”;
por escrito: “los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo”.
…
“Para que el Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, ‘dejándoles su cargo en el magisterio'”. En efecto, “la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos” (Catecismo de la Iglesia Católica 76-77).
El uso de métodos históricos de las ciencias bíblicas y el examen de los escritos de los primeros cristianos nos llevan a pensar detenidamente sobre la Iglesia Católica “Apostólica” (el término “Romana” es una etiqueta de la Edad Media/Renacimiento). El alegato tiene dos vertientes, aunque creo que no son las únicas (por ejemplo, están las prácticas sacramentales, entre otras … solo dos de ellas bastan para mi punto):
- Continuidad del mensaje “original” (doctrinal) de Cristo vía los apóstoles.
- Continuidad de la “sucesión apostólica”.
En esta parte de mi opinión, hablaré de la pretendida transmisión de la doctrina apostólica.
Como ejemplo, de los varios ejemplos que podría utilizar, ilustraré el problema con la enseñanza del dogma central de la inmensa mayoría de los cristianos mundialmente: la Santísima Trinidad.

ALEGATOS CATÓLICOS
Cómo se formó el Credo: La antigua tradición dice que los 12 apóstoles antes de separarse compusieron un resumen de 12 creencias que obligan a todo cristiano, y que ese resumen se llamó Credo (Astete y Sálesman 2024, 32).
¿Qué es la tradición?
Tradición son las enseñanzas de Dios que no están expresamente en la Santa Biblia sino que han sido transmitidas oralmente o por escrito desde Jesucristo y los Apóstoles hasta ahora por los Sumos Pontífices y los Santos de la Iglesia (Astete y Sálesman 2024, 39).
¿Por qué el Credo se llama Símbolo de los Apóstoles?
El Credo se llama Símbolo de los Apóstoles porque contiene el resumen de las principales verdades que los Apóstoles enseñaron por mandato de Cristo (Astete y Sálesman 2024, 40).
Credo niceno constantinopolitano
“Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho…
Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria…
Cualquier estudioso serio de ciencias bíblicas verá que estos alegatos se caen inmediatamente. Es más, es un asunto muy serio con el que los teólogos católicos tienen que lidiar. Solamente muy pocos de ellos (como Hans Küng, por dar un ejemplo) lo reconocen explícitamente.
Tenemos que partir de lo obvio: la primera documentación que tenemos del cristianismo de la época (y la mayoría de los teólogos católicos lo reconoce) son las cartas auténticas de Pablo, escritas a partir del 51 e.c. (con 1 Tesalonicenses) y escritas durante la década del 50 (según la mayoría, puede ser hasta el año 58 al 61 e.c.; según otros, probablemente hasta antes, el año 55 e.c.). Las cartas paulinas recogen ciertas confesiones primitivas, algunas que pueden ser de origen palestinense (debido a la presencia de semitismos), y no parecen corresponder para nada de lo que vemos al Credo de Nicea-Constantinopla que se reza en las misas o el Credo Apostólico (el llamado “Símbolo de los Apóstoles”) que se recita en el Rosario (Catecismo 1995, 56-57). Por ejemplo:
“Pablo, esclavo de Jesús Mesías, llamado emisario (apóstol), apartado para el Buen Anuncio (evangelio) de Dios, que había prometido por sus profetas en las Escrituras sagradas, acerca de su Hijo,
nacido
de la semilla de David
según la carne
constituido
hijo de Dios [con poder]
según el pneuma de santidad
a partir de la resurrección de los muertos,
Jesús Mesías, Señor nuestro… (Romanos 1:1-4)
Como podemos ver, los versos 3-4 están hábilmente estructurados para que la primera línea de la confesión coincida con la cuarta, la segunda con la quinta y la tercera con la sexta, con una conclusión al final. La única idea que no parece corresponder al texto es la frase “con poder”, que parece ser un añadido paulino para que coincidiera con la confesión que veremos más tarde (Flp. 2.6-11). La frase “pnéuma de santidad” o “espíritu de santidad” confirma que esta confesión no es de origen paulino, ya que la frase en griego “πνεῦμα ἁγιωσύνης” (pnéuma hagiosýnes) no es típica de Pablo, quien siempre hablaba de “Espíritu Santo”, sea como “πνεῦμα τὸ ἅγιον” (pnéuma tó hágion) o “ἅγιον πνεῦμα (ágion pnéuma)”, e.g. 1 Tes. 1.5; 1 Cor. 6.19; 12.3; Rom. 9.1;15:13,16,19. La explicación se halla de que probablemente se trate de una transliteración paulina de “רוּחַ הַקֹּדֶשׁ” (“rúaj hakodesh” en hebreo) o “רוחא דקדשו” (“ruha d’qudsha” en arameo) (Ver Longenecker 2016, “I. Salutation (1:1-7)”, “1:3b-4”; ver también Ehrman 2014, 218-225).
Actualmente, en ocasiones, esta confesión se presenta típicamente como una fórmula trinitaria, ya que menciona a Dios (Padre), el Hijo (el Mesías) y al “espíritu de santidad” (el Espíritu Santo). Sin embargo, dos factores socavan este factor. En primer lugar, hay señales evidentes de que Pablo no saludaba “trinitariamente”, sino binitariamente: en las demás cartas auténticas solo menciona al Padre y al Hijo (1 Tes. 1.1; Gál 1.1-5; Flp. 1.1-2; 1 Cor. 1.1-3; 2 Cor. 1.1-3; Flm. 1-3). Esto puede verse bien claramente cuando Pablo nos revela otra pequeña tradición, que esencialmente una modificación de la Shemá Israel judea de la época, que era una afirmación del compromiso monolátrico de la judeidad de aquel momento:
En hebreo: Escucha Israel: Yahveh nuestro dios, es el único Yahveh (Deuteronomio 6.4).
En griego: Escucha, oh Israel, el Señor nuestro dios es un Señor (Deuteronomio 6.4, LXX).
Pablo:
… para nosotros no hay más que
un solo dios,
el Padre,
del cual proceden todas las cosas
y para el cual somos;
y un solo señor,
Jesús Mesías,
por quien son todas las cosas
y por el cual somos nosotros (1 Corintios 8.6).
Esto no es de sorprender. Hoy día está ampliamente aceptado en la academia que el movimiento de Jesús de la época solo entendió como personas a Dios (Padre), la deidad suprema y al Mesías como Hijo.
No hay aquí un “Espíritu Santo” como persona o una entidad en el mismo estado de igualdad junto al Padre y al Mesías. Aquí, Pablo (y presumiblemente, la congregación jerusalemita) reconocieron a Jesús el Mesías “resucitado” como la segunda potencia celestial, es decir, una divinidad menor a Dios (Padre), pero que estaba por encima del resto de las demás deidades (concilio divino, ángeles, potencias celestiales, etc.) Esto parece derivarse de una teología que era bastante conocida en la judeidad de la época, que establecía que, debajo del dios supremo Yahveh, se encontraba un ser divino por encima de las demás entidades celestiales. El rabinismo del segundo siglo en adelante lo consideró “la herejía de la segunda potencia” (Orlov 2019; Schäfer 2020; Segal 2002). El movimiento de Jesús de la época consideró a su maestro como esa segunda potencia. Esto es algo ampliamente aceptado en la academia.
Y como se puede ver también de la confesión, Jesús se volvió Hijo de Dios “con poder” después de la resurrección. Aquí se establece un punto de vista adopcionista. El adopcionismo postula que Jesús no era originalmente hijo de Dios hasta un momento dado en que Yahveh lo adoptó y, con ese acto, fue exaltado. Esto podemos corroborarlo cuando vemos otra confesión, la de Flp. 2.5b-11, que a veces se describe como un himno, pero es más bien una especie de poema:
Tengan de entre ustedes los mismos pensamientos que los de Mesías Jesús,
el cual, existiendo en forma de un dios
no consideró como rapiña ser igual a Dios.
sino que se anonadó a sí mismo
tomando forma de esclavo,
llegando a ser semejante a los hombres;
y al encontrarse en condición de hombre,
se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte
y muerte de cruz.Por ello, Dios lo exaltó
y le concedió graciosamente el Nombre que está sobre todo nombre.
Para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble
[en los cielos, en la tierra y en los abismos,]
y toda lengua confiese que
Jesús Mesías es Señor
para gloria de Dios Padre” (Flp. 2.5-11).
Nótese aquí que la confesión no dice que Jesús era Dios (es decir, la divinidad suprema), sino que era “de la forma de un dios” (otra posible traducción era “de la forma divina”). Lo de ser de “forma de un dios” o “forma divina” es consecuente con el pensamiento general grecorromano de que los seres divinos, tales como los dioses o los ángeles, podían transformarse en seres humanos (de “forma divina” a “forma de esclavo”; en la teología paulina, la humanidad era “esclava” del pecado… Jesús era de la “forma de esclavo” sin asumir la “esclavitud del pecado”, solo adoptando un cuerpo carnal “semejante al del pecado” Rom. 8.3). Hay un indicio en Pablo que parece indicar que, originalmente, Jesús pudo haber sido un ángel, es decir, una divinidad menor (Gál. 4:14). Al encarnarse (Gál. 4.4), se despojó de todos sus poderes divinos. Es decir, al transformarse en ser humano, se despojó de todos los poderes que le correspondían por ser una entidad celestial. Según Pablo, Jesús fue exaltado a un estatus más alto tras resucitar, debido a que permaneció fiel o en una relación de confianza con Dios hasta la muerte por crucifixión.
Tras eso, Jesús fue ascendido o exaltado a una situación de divinidad más alta que antes. Dios adoptó a Jesús, lo que era típico en el mundo grecorromano. Como resultado, Jesús heredó el sagrado Nombre de Dios (YHVH), por lo que ahora podía llamársele “Κύριος” (Kýrios, Señor). Este término es un circunloquio griego para referirse al Nombre de Dios y también una categoría kiriárquica con el que se denomina al comandante supremo, por encima incluso del emperador terrenal. Al volverse en la habitación del sagrado Nombre de Yahveh, entonces, el nombre de Jesús se vuelve también objeto de adoración (Holloway 2017, 126-128).
Nada de lo dicho aquí, que es la creencia apostólica más temprana que tenemos (al menos por parte del apóstol Pablo), es compatible con la determinación del Concilio de Nicea, que es medular en el catolicismo y otras denominaciones cristianas. El Concilio de Nicea reconoció a Jesús como la encarnación, no de una divinidad menor como decía Arrio, sino del Hijo de Dios cosustancial con el Padre… que era tan Dios como Dios Padre, pero no eran dos dioses, sino un solo Dios. Si tenemos cuenta lo anterior, Arrio (al que se le denominó hereje) era más cónsono con la doctrina apostólica (aunque no plenamente) que la posición mayoritaria de Nicea (325 e.c.).
Lo segundo es que Pablo parece sostener una noción de “pnéuma (espíritu) santo” de manera impersonal, algo así como una sustancia compartida entre Dios y el Mesías, y de la que participaban los convertidos en congregación después de haberse bautizado. Hay debate actual en torno a cómo entender el “pnéuma santo”. Comienzo por indicar que el consenso académico abrumador es que no se entendería como “una hipóstasis”, como lo entendería el Concilio de Constantinopla en el 381 e.c. (o “persona” en el sentido más contemporáneo). Entonces, ¿cómo lo entiende la academia?

Por un lado, hay académicos que sostienen que “pnéuma” debe entenderse en un sentido platónico. Hay razones válidas para pensarlo. Por ejemplo, Pablo sostiene un modelo platónico tripartito del alma (ψυχή, psykhé) o de la antropología humana. Para Platón, el ser humano se compone de una razón, una parte irascible (donde se encuentran la voluntad y las emociones intensas) y una parte apetitiva o concupiscible (sujeta a los deseos y la decadencia). La diferencia entre Platón y Pablo estriba en que esta parte concupiscible (la “σάρξ”/”sárx“, que nuestras Biblias traducen como “carne”) fue incorrupta en Adán. Sin embargo, se corrompió con la entrada del pecado al mundo, lo que hizo que cada ser humano, al pecar, se convirtiera en súbdito de la muerte. La única excepción sería el propio Mesías, quien no pecó, y, por lo tanto, su carne humana no fue afectada por el pecado (Rom. 8.3). Nótese que esta NO es la doctrina del pecado original que sostiene hoy el catolicismo. En 1 Tesalonicenses, Pablo nos dice:
“Que él, el dios de la paz [Dios Padre], les santifique plenamente, y les conserve íntegramente, sin mancha, sus pneumas [parte irascible], psykhé [mentes/almas, parte que conduce el cuerpo], y sóma [cuerpo, la parte concupiscible debido a la “sárx“]” (1 Tes. 5.23).
Asimismo, recuerda al Fedro de Platón y su alusión al carruaje platónico. Pablo hace referencia al “humano interno” (τὸν ἔσω ἄνθρωπον, ton éso ánthropon) que vive en él, es decir, al hombre que conduce el carruaje empujado por el caballo blanco (la parte irascible) y el caballo negro (la parte concupiscible).
“… Por eso, no nos acobardamos, sino que, aun cuando nuestro hombre exterior se va corrompiendo, el hombre interno se va renovando de día en día” (2 Cor. 4.16).
“… Pues, me complazco en la ley de Dios según el hombre interno” (Rom. 7.22).
También hay partes en las que parece que Pablo se basa en ideas que aparecen en los diálogos platónicos. Compárese la idea de actuar esclavizados por la carne (Pablo) con la de actuar “tiranizados” por los apetitos o deseos (Platón): Rom. 8.5-7; Platón, República IX 9:577d-e).
Esto ha llevado a algunos a pensar que la noción de “pnéuma” en Pablo debe verse como ese elemento inmaterial del ser humano que, para Platón, puede ser equivalente al alma (psykhé) o un componente del alma, proveniente o afín al mundo ideal. Por lo tanto, el “pnéuma santo” es el componente inmaterial divino, más allá incluso de lo etéreo (más allá de las deidades menores: luna, sol, estrellas).

No obstante esto, muchos investigadores están moviéndose a una comprensión más compleja en Pablo. En el momento en que él escribe, las corrientes platónicas de ese tiempo mezclaban la filosofía de Platón con ideas neopitagóricas, peripatéticas o estoicas para conseguir una visión del cosmos más completa. Típicamente, se le llama platonismo medio a todas estas corrientes que proponían diversas vertientes platónicas de ello. Pablo parece concebir el “pnéuma” en términos platónicos (como los ejemplos que vimos), pero fundamentalmente lo reconceptuaba de acuerdo al estoicismo. El “pnéuma” en sentido estoico era una sustancia material activa equivalente al éter o más refinada que el éter, que da estructura racional a todo lo existente, además de vivificar el cosmos. Asimismo, es una sustancia divina que puede unificar pueblos, otorgar carismas (esencialmente poderes sobrehumanos) y habitar dentro de los seres humanos. En su forma más pura, es materia o sustancia estelar que se encuentra de manera más sublime en el “ουρανός” (“ouranós“, cielo estrellado), no en un mundo ideal. Sabemos que probablemente Pablo hablaba en este sentido porque él se refería constantemente al “ouranós“, el cielo estrellado. En un caso interesante, cuando Pablo contrapone al “pnéuma” a la carne (sárx), nos habla de resucitar en un cuerpo pneumático después de haber nacido de la carne. Aquí es donde vemos que el pnéuma se concibe estoicamente cuando entra en una discusión sobre los tipos de cuerpos carnales versus los tipos de cuerpos celestes, como el sol, la luna y las estrellas (1 Cor. 15.39-44). Recordemos que, en el ámbito grecorromano, aun en la judeidad de la época, estas estrellas celestes eran dioses (algunos en el consejo de Yahveh, Deut. 4.19-20) o ángeles (Apoc. Juan 12.4,7).
Consecuentes con esta noción estoica, el pnéuma santo (traducido en nuestras Biblias como “Espíritu Santo”) como sustancia del dios supremo Yahveh unificaba a los fieles en asamblea en un solo cuerpo y les repartía carismas (poderes) según las necesidades de la congregación (1 Cor. 12).
Una vez más, toda esta concepción apostólica dista muchísimo del dogma definido en el Concilio de Constantinopla, que concebía al pnéuma santo como el “Espíritu Santo”, como otra persona procedente del Padre vía el Hijo, o del Hijo (Filioque, como lo entendió Agustín de Hipona).
…
En resumen, podemos decir que una de las enseñanzas más importantes de la Iglesia, la doctrina trinitaria (defendida por el catolicismo a través del Credo Niceno-Constantinopolitano), no tiene continuidad con los apóstoles originales (al menos con Pablo). Es más, la perspectiva de una exaltación divina de Jesús según su adopción por Dios Padre fue vista desde finales del siglo II como una “herejía”. Peor, el primer obispo romano monárquico, Víctor I (189-199 e.c.), bajo su mandato, expulsó de las congregaciones romanas a Teódoto, un curtidor de Bizancio, por sostener una doctrina adopcionista.
¡Imagínense! Bajo esa situación, Víctor I hubiera excomulgado a los apóstoles de Jerusalén y a Pablo mismo. Y el Concilio de Nicea los hubiera excomulgado también por ser tan afines a Arrio.
¿Puede decirse que la Iglesia Católica (por magisterio y tradición) “ha conservado” la enseñanza original de los Apóstoles?
¡Difícilmente!
¿Cómo se llegó entonces a creer algo tan distinto a lo que los apóstoles originalmente pensaban? Mi dato sobre Víctor I debe darnos una pista al respecto.
En la siguiente parte, hablaré tanto del mito fundacional como de la estructura jerárquica de la Iglesia Católica.

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