Comentario a un reciente libro sobre el Maestro Rafael Cordero

Portada del libro "Rafael Cordero Molina" de Gerardo Alberto Hernández Aponte
Portada del libro Rafael Cordero Molina: La construcción de un prócer negro en Puerto Rico durante la segunda mitad del siglo XIX de Gerardo Alberto Hernández Aponte.

Por mucho tiempo, por años, estuve esperando la publicación de este libro sobre el maestro Rafael. Como expliqué en mi comentario sobre el de Celestina (cuyo contenido continúo sosteniendo al 100 %), el amigo Gerardo A. Hernández Aponte me habló mucho sobre los hallazgos que había hecho investigando sobre este gran personaje, especialmente por cosas nuevas que descubrió, si no también por la labor desmitificadora que estaba llevando a cabo sobre muchos supuestos históricos que se tenían sobre él. Contrario al caso del libro de Celestina, tuve una participación poco mayor, especialmente en relación con la creación de la portada y el proceso para facilitar la publicación de esta obra. Por mucho tiempo, Hernández Aponte ha formado parte del Círculo Maestro Rafael Cordero y de los esfuerzos de la causa de canonización de esta persona por parte de Roma. Cuando tuve la oportunidad de ayudarle a publicarlo, celebré que hubiera sido antes de la Segunda Venida de Cristo y el Juicio Final (pasé muchos años esperando esta ocasión).

Como dijo otro querido amigo historiador, basta con abrir el libro y notar la excelente calidad de trabajo que pasó el autor erigiendo su obra sobre fuentes primarias. Esto contrasta con un sector significativo de historiadores recientes —especialmente ciertos wannabes que hay por ahí—, que interactúan más con las fuentes secundarias, con tan solo un mínimo de las fuentes primarias, y en muchos casos seleccionados de acuerdo a los prejuicios que conducen su práctica, sesgos que, en muchas ocasiones, fueron sembrados por las mismas fuentes secundarias, sin hablar de los personales. Reafirmo aquí lo que dije en mi comentario en cuanto a su libro sobre Celestina: en cuanto a la investigación se refiere, Hernández Aponte es un ejemplo que deben seguir los historiadores en Puerto Rico.

El libro del distinguido historiador se divide en una introducción, cuatro capítulos, una conclusión y varios apéndices. La extensión del libro es sustancial, unas 437 páginas cuando se incluyen los apéndices y los índices temáticos y onomásticos. La pregunta que motivó la investigación de Hernández Aponte fue la duda de cómo llegó Cordero Molina a ser considerado “prócer” en el contexto racista del siglo XIX, especialmente cuando, durante buena parte del siglo XX, se estudiaban más a los héroes que a los próceres. Durante su investigación, observó que lo que se suele decir en literatura secundaria no coincide con lo que encontró en las fuentes primarias, especialmente la prevalencia de datos erróneos que se repetían y que no se corregían en la historiografía del Maestro Cordero. Además de responder la cuestión sobre el procerato, una misión que se propuso fue la de presentar un perfil histórico actualizado según los hallazgos basados en fuentes primarias. La razón de ello es, y cito:

… Porque estos [errores] impiden seguir buscando, investigando, acerca de dicho tema; sintetizan y simplifican realidades más complejas (p. 30).

Aquí hago una diminuta corrección en calidad de filósofo de las ciencias. Buscar una síntesis o la mayor simplicidad posible no es en sí algo perjudicial. El problema es más bien sobresimplificar la situación de tal manera que impida comprender bien un contexto histórico. Haciendo esa ligera salvedad, estoy completamente de acuerdo con él y lo que afirma sobre los deberes de un historiador.

En la Introducción, el autor nos resume la razón de por qué la labor del Maestro fue tan valorada en su época según sus hallazgos:

… su hazaña más importante fue que ejerció el magisterio durante cuarenta años consecutivos totalmente gratis en una época cuando la educación primaria estaba descuidada (p. 31).

En el primer capítulo, Hernández Aponte entra en detalle en torno a las particularidades de las relaciones raciales en Puerto Rico durante los gobiernos españoles, centrando la discusión en la situación de los siglos XVIII y, muy especialmente, el XIX. No solamente se enfoca en asuntos que tienen que ver con el mero color de piel, sino las implicaciones en cuanto a castas sociales —algo que enfatizan algunos historiadores como María del Carmen Baerga—, y las convenciones sociales que complican lo que significa ser “negro” o “de color”. Nuestro autor lo ilustra con varios casos, uno de ellos trata de cómo un militar de ascendencia “blanca” era considerado “negro” debido a que se casó con una afrodescendiente. Describe también los temores de las castas “blancas” a la inmigración de afrodescendientes de otras partes del Caribe, particularmente tras la Revolución Haitiana y los diversos movimientos de la abolición de la esclavitud. Asimismo, explica la manera en que se adoptaron categorías convencionales para jerarquizar la sociedad puertorriqueña racialmente. Trae a colación también el factor jurídico y político de la discriminación racial en la educación en Puerto Rico, pero menciona a su vez las serias limitaciones en varios esfuerzos por parte del gobierno y del sector privado para ello. Fueron estas limitaciones las que llevaron a que hubiera escuelas mixtas con maestros afrodescendientes sin títulos reconocidos por el gobierno, incluyendo las escuelas de amiga (de las que hablé en mi comentario sobre el libro de Celestina). Finalmente, incorpora en la discusión el rol que tuvo la doctrina eclesiástica en relación con las obras de misericordia corporales y espirituales en la configuración de la enseñanza de aquellos maestros sin título que practicaban el “enseñar al que no sabe”. Es en este capítulo en el que, en un libro sobre el Maestro, nos revela que hubo al menos un afrodescendiente desde el siglo XVIII que se ocupó de la educación como obra de misericordia y que otros continuaron con esta labor gratuita hasta finales del siglo XIX. Este factor es significativo porque, al menos para el lector o lectora atenta, esto ya coloca la actividad de Rafael Cordero dentro de este contexto histórico que se dio durante el siglo XIX.

El segundo capítulo comienza con dos epígrafes que son un heraldo que anuncia lo que, a mi entender, es la principal aportación de esta obra. Me refiero a que este capítulo comienza con el proceso de desmitologización de la leyenda del maestro Cordero, que muchos han tomado como histórica. Se nos revela allí que los padres y la familia Cordero eran maestros. No solo su padre lo era, sino que la madre tenía una escuela de amiga, labor que también la hermana de Rafael, Celestina Cordero, llevó a cabo desde 1802 fundando la suya. Durante el capítulo, Hernández Aponte presenta datos significativos que indican fuertemente que el maestro Cordero no estableció su escuela interracial para retar un sistema racista, sino que este tipo de actividades existían en la época. En el proceso, va haciendo una valiosa historiografía crítica de cómo se forjó esa narrativa del heroísmo de Cordero como un educador “revolucionario antisistema racista”, por llamarlo de alguna forma, que todavía se mantiene, aun en círculos de historiadores que deberían saber mejor. Después, describe tanto los oficios para sostenerse como el pensamiento y la labor del maestro Cordero, en calidad de “maestro incompleto” según la jurisprudencia de la época, para cumplir con la obra de “educar al que no sabe”. También explica con evidencia documental por qué, en medio de tanta represión contra los afrodescendientes —esclavos o no—, la gente continuaba llevando a sus hijos para ser educados por el Maestro. Entre los aspectos biográficos que discute nuestro autor, él destaca la profunda religiosidad de Cordero, algo que no se ha enfatizado lo suficiente cuando su figura se discute en círculos académicos o de discusión histórica. En algunos casos, se ha suprimido o reducido esa dimensión de su vida. Después, explica por qué, de entre tantos maestros afrodescendientes que hubo en Puerto Rico, se solía destacar a Rafael Cordero. Además, hace un listado de alumnos conocidos del Maestro, y los distingue de alegados discípulos cuya relación con él no ha sido sustentada por las fuentes primarias. Finalmente, hace un recuento de lo ocurrido al final de la vida del Maestro, y de lo que algunos intelectuales y la sociedad en general sostenían de él.

En el tercer capítulo, Hernández Aponte se centra en el problema de la construcción del “prócer”. Allí define este término de la siguiente manera: “Entiendo por prócer aquella persona que se distingue del resto de los seres humanos por sus proezas, destrezas o virtudes.” Justo después nos dice:

La construcción de los próceres, es decir, su proceso de creación, conlleva que la persona sea colocada como arquetipo cultural que encarna valores fundamentales de una comunidad y que, a la vez, le brinda identidad (p. 155).

Esto lo distingue del “héroe”, sustantivo que define así: “los héroes en los países latinoamericanos fueron creados por la historiografía patria y nacional luego de su independencia”. Y afirma:

El procerato se inventó para los civiles que no lucharon ni murieron en el campo de batalla durante el movimiento emancipador. Tomando esto en consideración, entiendo que Puerto Rico solo cuenta con próceres por no haberse independizado nunca. Por eso, como bien plantea Carlos Pabón, la ausencia de una historia heroica en Puerto Rico ha llevado a algunos a crear historias ficticias y epopeyas, dada la inexistencia de una épica en suelo patrio (p. 156).

Partiendo de esta distinción, habla de la construcción del maestro Rafael como un “prócer” puertorriqueño, mas no como un “héroe”. Esta distinción historiográfica puede hacer a algunos historiadores escépticos ante este acercamiento, pero Hernández Aponte se mantiene consecuente a esta diferencia. Dejo eso para la discusión entre los historiadores.

El proceso de procerato lo divide Hernández Aponte en varias etapas. La primera perdura de 1858 a 1868 y consistió en el realce que tuvo su actividad, como fue admirada y reconocida hasta el momento que murió. La segunda se dio entre 1868 y 1891, es decir, desde el año de su muerte, cuando Lorenzo Puente Acosta publica la biografía de Cordero Molina, hasta el año en que se celebró una reunión con el supuesto fin de erigir un mausoleo en honor al Maestro. Aquí se resalta el rol de los artesanos afrodescendientes en ese proceso de la construcción del procerato. También trae a colación las actividades laicistas que sustituyeron la veneración de lo sagrado por algo que no era del ámbito religioso. Es durante esta discusión, partiendo del texto de la taja original que se colocó en la casa de Cordero Molina en 1891, y teniendo en cuenta los criterios para establecer la “raza” a la que pertenecía una persona, que se explica cómo, dentro del contexto racista puertorriqueño, se elevó un afrodescendiente al procerato. (Les dejo a su lectura cómo Hernández Aponte demuestra su caso).

En el cuarto capítulo, Hernández Aponte se centra en el resto del proceso del procerato desde 1891 hasta hoy, especialmente para elevarlo al mismo nivel de los demás hombres ilustres, Baldorioty de Castro, Betances, Ruiz Belvis, etc. Esto incluye ocasiones de celebración, homenajes, monumentos, creación artística y literaria, nominaciones de instituciones educativas, conmemoraciones, etc. Todo este proceso culminó en la convicción errada de que Rafael Cordero y su hermana Celestina fueron los “fundadores de la enseñanza pública del País”. Al final del capítulo incluye una parte donde hace una historiografía detallada del proceso de canonización del Maestro y la formación del Círculo Maestro Rafael Cordero. Esto hizo a la Iglesia Católica una de las responsables de colocar la figura del Maestro Cordero a la vista de la sociedad puertorriqueña. Una vez más, les dejo a su lectura toda esta información, a mi juicio, extremadamente detallada y bien investigada.

El proyecto de Hernández Aponte termina con una serie de apéndices que sustancian la información aportada por él en su libro y que, en mi humilde opinión, deben ser consultados por cualquier persona que se dedique a la investigación de Rafael y Celestina Cordero.

En cuanto al libro del Maestro, es curioso que no haya recibido tantos ataques como el de Celestina. Al contrario, en cuanto a este último, he visto en las redes sociales alegatos exagerados, vitriólicos y estridentes en contra de Hernández Aponte. Esto va desde cómo supuestamente él habla “desde el privilegio de un varón blanco”, actitudes de sus adversarios cuando toman como personales las críticas que hace, que es misógino, que lleva a cabo supuestos esfuerzos de esconder las aportaciones de las mujeres afrodescendientes al país (queriendo “degradar a Celestina”), hasta alegatos de que nuestro historiador es un fascista y miembro del Opus Dei. Es bien interesante que ninguno de estos ataques provino de historiadores formados en el campo, sino más bien de personas cuya profesión es ajena a la de la historia. Cuando consulté sobre esta situación con algunos historiadores (los que sí han estudiado profundamente y fueron formados en el campo), incluyendo historiadoras, entre ellas destacadas feministas en Puerto Rico, le dan la razón a Hernández Aponte. (Omito sus nombres para que tampoco sean ellas objeto de acoso e insultos).

Ahora bien, es bien fascinante que todo esto surge a raíz de la evaluación fría, seca y en ocasiones tajante que hace Hernández Aponte de otros académicos en general. Por supuesto, hay un espacio para criticar este estilo que, muchas veces, puede caer mal a otros sectores sociales, incluyendo a miembros de la academia. Ahora, lo malo es tratar de personalizar estas críticas. La evidencia de que no es nada personal es precisamente el libro sobre Rafael Cordero. Soy testigo personal del enorme aprecio y admiración que tuvieron personas como el Dr. Arturo Dávila y el Dr. Manuel Alvarado (QEPDn) hacia Hernández Aponte, y este, a su vez, hacia ellos. Sin embargo, cuando él les critica en su libro del Maestro, es exactamente idéntico de seco, frío y tajante como cuando critica a los historiadores que él menciona en el libro de Celestina (e.g. pp. 80-81, 89-90, 94-95, 132-133). Aquí no cabe ningún alegato … cero … de que hable desde el privilegio de “hombre blanco”, “misógino”, etc. Por supuesto, las críticas a ellos son menores porque no cayeron tanto en los errores que hacen personas que publican historia, pero que no son formados en el campo. Dado este escenario, las personas que recurran a la estrategia retórica ad hominem y nada más no pasan de la mera demonización de un historiador sin presentar argumentos o evidencia histórica.

En cuanto a que su obra refleja un alegado “fascismo”, he buscado en vano las partes donde Hernández Aponte realza las figuras de Mussolini, de Hitler, etc. Me alegra decir que no he encontrado nada que implique que está suscribiendo las posiciones de estas figuras. Al contrario, si hay algo que muestran ambas obras es la enorme aportación que hicieron muchos afrodescendientes (antes, durante y después de Rafael y Celestina Cordero) a la educación y cultura puertorriqueñas. Si vivieran, no creo que ni Mussolini ni Hitler estarían de acuerdo con eso. Sobre si nuestro historiador es miembro del Opus Dei, pues, las personas que lo alegan incurren en difamación. Conozco a Hernández Aponte desde que él era muy joven y se volvió monaguillo en una parroquia a la que yo asistía. También tuve muchísimas oportunidades de compartir con él durante extensa parte de mi vida. Lo más que puedo decir de él es que es un católico bien devoto, pero quiero dejar para récord que él no es ni ha pertenecido jamás al Opus Dei. Y aquellos que lo aleguen, lo hacen con una agenda de demonizar su obra para beneficiarse ellos.

Y peor aún, para perjuicio de algunos de los críticos que le lanzan ataques ad hominem (algo que es reprochable en la academia), aun si fuera miembro del Opus Dei (que, repito, no lo es), ese hecho no refutaría su obra. Todo esto, más que revelar un intento de poner a prueba su obra desde la academia, en algunos casos, puede disfrazar el hecho de que no saben cómo lidiar con unas críticas no personalistas, perfectamente válidas y sólidas.

En la conclusión del libro, dice Hernández Aponte:

Cada historiador interpreta los acontecimientos históricos desde su presente. Esto propicia que la historia como disciplina esté en constante evolución y desarrollo debido al hallazgo y catalogación de nuevas fuentes documentales y al empleo de noveles enfoques teóricos y metodológicos (p. 267).

Esto revela que la tarea de un historiador no es la de buscar datos, crear una narrativa y plasmarla en un texto. La historia, como disciplina, tiene académicos que están en un constante proceso de autocrítica y revisión de lo que otros hicieron, no solamente con el descubrimiento de nuevos datos antes desconocidos (especialmente mediante fuentes primarias), sino también mediante el refinamiento metodológico que se da en la historiografía en Puerto Rico y en los países del mundo. Esto es filosofía de la historia e historiografía básica que conocen muy bien aquellos formados en la disciplina.

En vista a esto, los historiadores y académicos en general, especialmente sus adversarios, tienen una de dos opciones (o alguna combinación de las dos):

  1. Pueden hacer investigaciones con fuentes primarias para refutar la obra de Hernández Aponte y su manera de presentar a Rafael y Celestina Cordero. Él no reclama ser infalible y, como toda obra de historia e historiografía, una vez publicada, está bajo el escrutinio crítico de los académicos en general.
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  2. Pueden hacer lo que hace la gente genuina e intelectualmente humilde. Dicen: “¡Ups! Estaba equivocado” o “equivocada”, se toman en cuenta las críticas hechas por él, y se hacen las debidas correcciones para el futuro.

Una vez más, se puede criticar su estilo, su manera de presentar las cosas, su forma de refutar a otros historiadores, entre otras cosas. Pero nada de eso implica que se deba descartar la gran calidad de su obra, que es lo que respaldo con este y otros comentarios.


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